17/10/2014

Las de arriba y las de abajo

fondo negro, vemos las piernas de una mujer subiendo unas medias de malla

Estratificación de las trabajadoras sexuales

En Colombia existen trabajadoras sexuales nómadas, cuyas vidas trasiegan entre dos mundos ¿Cómo son? Samuel Ávila lo investiga. Testimonio.

Por: Margarita Arteaga Cuartas
cm.arteaga2017@uniandes.edu.co

En el mundo de arriba, Alejandra se baña con jabón que huele a ‘deseo de mora’, ‘suave manzana’ o ‘luminoso durazno’. Para ir al mundo de abajo se baña con una pasta de jabón Rey partida en cruz. En el mundo de arriba el baño es con agua fría. Confía en que vendrá la suerte…

Cuando se baña en el mundo de arriba, la bachata retumba en la casa. Cuando lo hace en el mundo de abajo, todo debe estar en silencio para que pueda decir con fervor una y otra vez: “Que salga el mal y entre el bien, Padrenuestro…y Dios te salve María…”.

Este rito de ‘limpia’ ocurre en dos tiempos, como la transición de su cuerpo y de su vida. Primero va de arriba hacia abajo, para ahuyentar la mala suerte. Luego de abajo hacia arriba para atraer solo cosas buenas: “Clientes con platica”. Así ocurre siempre los lunes, miércoles y viernes, justo antes de salir a trabajar a las 2 o 3 de la tarde. A veces, el ritual se cumple dos horas más tarde; “depende de la faena del día anterior”.

El baño de la Gran Puta es el momento ritual que marca la división entre el cuerpo de arriba y el cuerpo bajo. Es el ritual para el despliegue del otro cuerpo, el cuerpo camaleónico (“ser puta es ser un camaleón, porque te dibujas y te pintas como ellos quieren verte”, me dijo una de ellas). El baño de la trabajadora sexual lleva consigo una serie de acciones destinadas al embellecimiento del cuerpo. Habla de partes que serán expuestas, que entrarán en contacto sexual con los otros cuerpos de los cuales proviene un peligro: el contagio de enfermedades sexuales.

Cada 15 días, la ceremonia del baño termina con danza en el centro de un círculo de alcohol que dibuja en el patio. Lo prende y mientras el fuego consume la figura, ella recita una letanía con la que pide ser la más buscada por los clientes y abundancia en sus bolsillos.

Investigación 

En Colombia, existe una categoría de trabajadoras sexuales nómadas que se denominan a sí mismas Grandes Putas. Ellas, a pesar del estigma, viven orgullosas de su trabajo y de sobrevivir a su trato con clientes que son protagonistas de la mayor parte de los casos de violencia sexual contra la mujer, y de la violencia y del conflicto armado de los últimos 60 años: delincuentes comunes, delincuentes organizados, narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros, integrantes de las Fuerzas Militares, delincuentes de ‘cuello blanco’.
Esta investigación responde cómo estas Grandes Putas sobreviven a lo largo del tiempo a sus encuentros amistosos y sexuales con estos individuos, y al control armado ejercido por los grupos a los que estos individuos pertenecen.
Para esta labor se realizó un trabajo de campo etnográfico (2010-2011) en el que el autor acompañó el trabajo de varias mujeres en los lugares en donde ellas trabajan, los burdeles en diferentes zonas del país.

Al compás de sus brincos de danza primitiva, sus dedos chasquean entre sus piernas y en voz baja bendice su piel, su cuerpo y sus atributos. “Eso es para que se queme lo malo; también para que llegue lo bueno”. Al final de saltos y baños se inicia una sesión más sutil. La transformación del cuerpo. Alejandra, la mujer alta y delgada de 31 años, que en el mundo de arriba viste bluyín y poco se maquilla, cambia para sobrevivir en el mundo de abajo. Se suelta el pelo y lo alisa hasta quedar como una lámina.

Las sombras en gamas de azules y fucsias tiñen sus párpados. El rímel prolonga sus pestañas y sus labios se hacen más gruesos cuando se cubren de carmín. “Ni escarcha ni perfume, eso es para problemas con las esposas de los clientes”.

Ese momento está unido a la preparación de su vestuario, que tanto en sus prendas íntimas como en sus accesorios externos será exclusivo para su cuerpo bajo. Su cuerpo bajo es distinto del de arriba porque ellas dicen que ni Su vagina ni su boca ni sus senos pueden ser tocados con las manos ni besados por el cliente, porque eso es lo que tienen reservado para sus maridos. 

Junto al espejo que refleja esa Alejandra que se exhibirá en el otro mundo, están los catálogos de cosméticos y ropa. Las revistas muestran a las mejores modelos del país, ellas son el prototipo de belleza en el mundo de abajo. “Es un sueño parecerse a Laura Acuña o a Carolina Cruz”.

La ropa nunca es la misma que usa en el mundo de arriba. En el mundo de abajo siempre viste una falda diminuta que esconde lo inocultable. Las blusas color fucsia y negro se estiran un poco más abajo de la cintura y entonces, a veces, no es necesaria la falda. Las tangas son el encanto: con encajes, lentejuelas o estampados son seductoras.

Del ombligo para arriba hay un top ajustado que aumenta en tres tallas el busto, “el escote es primordial. Lo que no se muestra, no se vende”. Completan el atuendo los tacones de 12, 15 o 17 centímetros con plataforma y un bolso grande en el que guarda pañitos húmedos, tampones, preservativos, tangas, maquillaje, el teléfono, un bolso más pequeño para la plata, una chaqueta, gafas, las fotos de los seres queridos, la ropa del show y unas zapatillas para descansar los pies.

Cuando sale de su casa se encomienda al custodio y benefactor, ‘El negro Felipe’, figura popular entre trabajadoras sexuales, apostadoras y galleros. “Nos asegura un mundanal de plata”.

Aunque lleva poco tiempo en el pueblo donde vive –durante 13 años ha viajado entre pueblos y ciudades del país haciendo su trabajo–, en el barrio todos saben quién es y a qué se dedica. Algunas vecinas la saludan como una más de las que se rebusca para pagar los servicios y comprar el mercado. Los vecinos solo miran y se abstienen del saludo, Alejandra tiene un esposo celoso.

“Casi siempre hay que salir con una gorra y unas gafas oscuras que no son para ocultar la identidad, sirven para cubrir el cansancio de la noche anterior. Algunos días se trabaja hasta las seis de la mañana y a las once ya están llamando los clientes”. Al llegar a la zona de los burdeles, en Pereira, hay un código de procedimiento. La forma de caminar, ‘el tumbao de las guapas’, la sensualidad del coqueteo. Hablar por celular o escuchar música es una forma de expresar quién es quién y de ostentar experiencia en el mundo de abajo.

No todas son hábiles en el manejo de los clientes, en la protección de sus vidas, en mantener los límites en el consumo de alcohol y drogas, y en las tácticas sexuales de negociación. 

Alejandra es una trigueña de medidas perfectas y cuerpo firme. A los 16 años se sumergió en el mundo de abajo cuando un policía la conquistó, le prometió trabajo en la institución y la engañó. Ella supo sortear la situación, sin sufrimientos y con mucha habilidad, logró que todos los uniformados del comando supieran que aquel agente frecuentaba el mundo de abajo para pagar por la compañía de Alejandra y sus amigas.

Ella se declara mujer con experiencia en su trabajo, por eso los clientes la buscan desde temprano para concretar citas en el burdel. No hay posibilidad de encuentros en las esquinas o en las puertas de residencias o negocios. En las llamadas algunos quieren show, otros compañía, algunos ‘el rato’ y los demás, aquellos que llegan al negocio como espectadores, le piden que baile, que muestre la piel, las piernas y las tangas.

Una Gran Puta es una mujer a la que le sobran los clientes, a la que todos los clientes buscan. Para serlo, debe saber hablar, moverse, vestirse, “tirar” (tener sexo), pelear, robar, drogarse (dependiendo el tipo de cliente con el que esté), mentir, fingir, y saber hacerse respetar de las demás prostitutas dentro del burdel y fuera de él.

Inmersión

El burdel es la máxima expresión del mundo de abajo. Algunas mujeres viven y trabajan ahí. Deben completar turnos hasta la hora de cierre o más, casi siempre hasta la madrugada, y hacer que sus clientes paguen consumos que superen los 200 mil pesos. Por cada 100 mil pesos de licor que se vende en una mesa, la mujer que acompaña la venta recibe entre 8 mil y 10 mil pesos, muy poco por unos cuantos tragos en el centro de la ciudad.

El lugar es una enorme bodega para noches de locura en ‘ultramar’. En las paredes hay sirenas azules, delfines, tiburones y buzos con escafandras. Cuatro pantallas proyectan videos de música electrónica y bachata, y otras, en las esquinas, ruedan la misma película porno toda la noche.

El centro del local está dividido en dos partes por una pasarela de casi cinco metros de largo por donde desfilan las mujeres, para que los clientes escojan y paguen por la compañía de una o varias de ellas. Al fondo, una atracción más: ‘la ruleta de los deseos’.

La ruedita ofrece al ganador premios que van desde una botella de whisky hasta el ‘servicio con dos chicas’. En la entrada hay dos leones de cal que representan las esfinges de la suerte y el amor. Todo allí garantiza una noche de lujuria submarina. La figura delgada y pálida de Ana Milena se recuesta en uno de los felinos mientras espera la llegada de los clientes.

En su brazo derecho resalta un tatuaje grande. La imagen de un tigre y la palabra ‘Gata’, hablan de ella. “Soy una gata porque me gusta aruñar, peleo por lo que es mío, no me dejo de nadie y los clientes tienen que saber que ante todo, el respeto”.

Como ella, muchas mujeres les aclaran a sus clientes que no les permiten besos en la boca, los senos o en sus genitales. En el cuerpo de abajo hay algunas reservas. Es parte de la negociación.

Cada noche, Ana Milena llega a la bodega submarina a las ocho. En un casillero viejo deja su bolso con los elementos del show y espera su turno. Como en todos los burdeles, a las trabajadoras sexuales no se les permite sostener relaciones sentimentales con los clientes ni involucrarse en sus actividades.

“No me meto con ninguno aunque para todos hay”. Hace cuatro años trabaja en Pereira, donde las cosas van mejor. Antes lo hizo en bares del norte del Valle y lo poco que ganaba la obligó a trasladarse. Allá el dinero no alcanzaba para pagar arriendo, los servicios y el sustento de sus tres hijos.

‘Cuando quiero ser divina’

‘La Mona’
“Lo único que yo he hecho en esta vida es putear, pero no me arrepiento. No me arrepiento porque saqué a mis hijos adelante: hoy son profesionales, y tengo lo que tengo pero porque he sido una de esas putas buenas”.

Lina María
“Yo llego de una manera sutil; siempre he llegado tan sutilmente cuando quiero ser divina; cuando quiero ser una cerda no hay poder humano que me calme, pero yo veo los perfiles, yo veo las caras, y yo primero los reparo, los reviso”.

Natalí
“Les gusta dañarse la cara, les gusta hacerles males en el cuerpo a las otras. Imagínate a una prostituta con una cicatriz así, no creo que cotice mucho”.

‘La Mona’
“Hay momentos en que me he sentido una cucaracha. Hay momentos en que estoy sentada en la mesa y pienso: ‘¿cuándo se terminará esa botella, Dios mío bendito?”.

Pese a la mejora económica, a sus 35 años piensa en el retiro. La competencia es tremenda. Imagina aprender el oficio y trabajar en un salón de belleza, pero prefiere seguir esperando al hombre bueno que la saque del mundo de abajo y le ayude a sobrevivir en el mundo de arriba. “Uno tiene lo suyo, pero aquí hay chicas muy lindas y en una sola noche somos más de 50 para atender clientes”.

La experiencia de las trabajadoras sexuales incluye todos los momentos de la vida en la prostitución, pero se manifiesta especialmente en el hecho de sobrevivir. Por ello, cuando ellas hablan de Grandes Putas se refieren a mujeres experimentadas que viven muchas y diferentes situaciones relacionadas con esa vida de riesgo, y aprenden de ellas.

Sin embargo, el protocolo es más que un proceso de negociación del acto sexual entre la prostituta y su cliente. Es un proceso de negociación de lo que ellas llaman su “mercancía”. Cuando ellas llaman “mercancía” a su vagina, lo hacen para dejarle muy claro al cliente que el cuerpo que él va a usar es muy distinto del cuerpo con el que ella habita en el mundo de arriba. Hay momentos en que una nostalgia por su cuerpo de arriba motivada por habitar ahora en su cuerpo bajo sale a flote. De nuevo, bajo la superficie del protocolo, está la vida verdadera. 

Un buen negocio puede dejar 200 mil pesos. De una mala noche solo quedan 20 o 10 mil. Depende del cliente, de la época del mes, de los negocios en el bajo mundo y de la capacidad de mantener cautivos a los clientes, siempre con una historia especial para cada uno.

Ellas son protagonistas del ‘guión’ que inventan para cada cual. “Uno tiene que armar la película”. No es la misma mujer la que atiende a un policía, a un soldado, a un guerrillero, un ‘paramilitar’, a delincuentes comunes o narcotraficantes, aunque sea la misma por la que pagaron. La transformación en el bajo mundo las obliga a crear relatos fantásticos, cambiar de nombre y a veces ser nómadas de pueblo en pueblo.

Su mayor orgullo es sobrevivir, o haber sobrevivido a lo que es, sin que quiera dar a entender que la sobrevivencia a ese trabajo significa para ella el evento más importante de su vida pero sí el más importante en el momento en que desempeña su trabajo. Por todo ello una Gran Puta es una mujer experimentada que no se arrepiente. Una que como trabajadora sexual ya tuvo que vivir experiencias terribles de violencia física y de maltrato y ahora sabe cómo tratar de evitarlas.

Como Alejandra y Ana Milena, cerca de 40 mil mujeres en Colombia trasiegan entre dos mundos. Sus cuerpos van y vienen entre ser madres cabezas de hogar, esposas, hijas o hermanas y subsistir como trabajadoras sexuales.

Viven en una constante transformación de cuerpos, de identidades, de rostros, de vidas. El cansancio es parte de la rutina. Sin importar cuánto dure la faena, el servicio a los clientes no para, los dueños de los burdeles exigen ganancias y ellas necesitan sobrevivir. Al final todas lo tienen claro: “La prostitución tiene una misión social, servir al cliente”.

En cifras

70 burdeles hicieron parte de la investigación de Samuel Ávila. Estuvo en once ciudades de Colombia.

45.000 mujeres en Colombia ejercen la prostitución, según cifras de la Secretaría de Integración Social del Distrito (Bogotá - 2010).

6.000 mujeres ejercen la prostitución en Bogotá, distribuidas en 452 establecimientos en 18 de las 20 localidades de la ciudad (Secretaría de Integración Social, Bogotá – 2010).

90% de las trabajadoras sexuales en Bogotá consumen drogas o licor para resistir estar con sus clientes. (Secretaría de Integración Social, Bogotá – 2010).

400 hasta 2.500 dólares ganan al día las prostitutas colombianas en el oriente asiático y generan entre 19.200 y 45.000 dólares mensuales de ganancias a los dueños de los lugares donde trabajan.

‘Me mostraron la dureza de Colombia’

La mirada al mundo de las trabajadoras sexuales es un aporte para cambiar su realidad. Estar junto a ellas fue la metodología de Samuel Ávila, antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia y candidato a doctor en antropología de Los Andes.

“Me acercaba a ellas a través de personas de su confianza, que pudieran asegurarles que mis intereses eran investigativos y mostrarles que buscaba conocer aspectos más allá de lo habitual.

Mi interés era hablar de sus creencias, de los espacios que habitan, las relaciones con sus clientes, esa dimensión antropológica de su realidad. Eso solo fue posible a través de la etnografía y de la permanencia constante en campo, de la observación una y otra vez de los mismos espacios, y de escuchar y escuchar; del tiempo, de la paciencia, del estar ahí, pero también desde la convicción, mía y de ellas, de que el conocimiento profundo de una realidad permite trasformar la visión y, siempre que se desee, contribuir a cambiar esa realidad.

Son nómadas. Están dispuestas a dejar su lugar de trabajo cuando las condiciones cambian. Crean otra identidad, otra historia de vida para ese ‘cuerpo bajo’, otra forma de moverse y hablar, y no permiten que aquello que viven con su ‘cuerpo bajo’ afecte su vida en el ‘mundo de arriba’. En ese ‘cuerpo bajo’ no se enamoran, guardan los secretos de sus clientes y no se meten en política. Acatan las reglas morales que los grupos armados tienen en las zonas que controlan.

En ocasiones me sentí en riesgo y esa intimidación tuvo que ver con la sensación de ser vigilado dentro y fuera de los burdeles. Ellas me protegieron en todo momento. Ellas sabían en qué consistía mi trabajo y sabían cómo presentarme a quien preguntase por mí. Parte de la protección consistía en el hecho de que quienes administran los burdeles sabían para qué me encontraba ahí.

Siempre accedía a estos espacios en compañía de ellas o de sus clientes. Lo más duro fue conocer historias paralelas a las de estas mujeres, no exactamente en los burdeles sino en las zonas donde trabajan y que dan cuenta de la explotación sexual que sufren menores de edad, casos de niñas indígenas o afroamericanas.

También fue durísimo conocer que en muchos municipios quienes patrocinan el comercio sexual con menores de edad y adolescentes son profesionales, hombres de mediana edad, funcionarios con un mediano o alto poder adquisitivo y que, amparados en sus posiciones, en la existencia de redes de prostitución, y en la doble moral de un país que prefiere mirar para otro lado, y aprovechándose de las difíciles condiciones de vida de gran parte de la población, realizan una actividad que no consideran un delito. Les enorgullece.

Lo más bello de las mujeres que conocí es su esfuerzo por mantener apartado de sus cuerpos del ‘mundo de arriba’ aquello que viven en el ‘mundo de abajo’. Y cómo buscan construir o mantener una realidad en ese mundo de arriba, sin que se vean obligadas, al menos ante su círculo familiar inmediato, a ocultar esa dimensión de su vida.

Me impresionaron los lazos estrechos de amistad y de solidaridad que se dan entre algunas de ellas, forjados a partir de la guía de aquellas que son profesionales o tienen estudios universitarios.

La solidaridad en momentos críticos comunes allí: enfermedades de transmisión sexual, embarazo no deseado, parto, peleas, amenazas de muerte…Mostrar que ciertas trabajadoras sexuales desarrollan una serie de estrategias, de creencias, de prácticas para sobrevivir el conflicto armado y la violencia nos permite preguntarnos por las mil y una maneras de las personas, en campos y ciudades, para sobrevivir a este conflicto. También para contárselo, para representarlo, para sobrellevarlo en su vida cotidiana. Ellas nos enseñan que todos nuestros actos en Colombia siempre van acompañados de una letra pequeña que dice: ‘recuerda que habitamos un país en conflicto’, y esa vivencia es muy diferente para todos”.

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