“De alguna manera, toda vida narrada es ejemplar; se escribe para atacar o defender un sistema del mundo, para definir un método que nos es propio.” Marguerite Yourcenar. Memorias de Adriano.
​​Don Francisco Laserna Bravo, oriundo de Rionegro, era en 1923 un empresario exitoso que, como era usual entre los ricos de la época, se embarcó para París con su esposa, Elena Pinzón, y sus dos hijas. Sus cuatro hijos hombres quedaron al cuidado de su hermano Emiliano. Allí, en el sitio de donde, según enseñaban los adultos, venían todos los niños, nació Mario Laserna Pinzón. Siguiendo la costumbre de la alta sociedad bogotana, apareció a los pocos meses en la revista Cromos, desnudo sobre una piel de oveja.

En la Ciudad Luz creció Mario, hasta que en 1930, el andariego de Rionegro decidió trasladarse con su numerosa familia para Nueva York, pues creía que para hacer empresa era necesario darles a sus hijos una buena educación y para esto lo mejor era llevarlos a Estados Unidos. Entonces, Mario fue matriculado en la escuela pública de Jacksons Heights, en Queens, el barrio donde vivían.

De regreso a Bogotá, en 1934, continuó sus estudios interno en el Instituto de La Salle, de donde se retiró tres años más tarde, pues –según él mismo contaba– las únicas faldas que veía eran la de la señora que lavaba la ropa y las sotanas de los Hermanos Cristianos, restricción demasiado fuerte para un adolescente de 14 años. Entonces se pasó al Gimnasio Moderno, el colegio de la oligarquía chapineruna, donde al menos veía una vez por semana a las niñas del Gimnasio Femenino, con quienes compartía los laboratorios.

En el Gimnasio Moderno –donde lo llamaban ‘babilla’ desde el día en que llegó con un pequeño caimán dentro de un costal– permaneció hasta su grado de bachiller. Desde esa época se despertó en Mario el interés por los toros, que lo acompañó hasta la vejez.

En entrevista aparecida en El Tiempo, en noviembre de 1998, explicaba el porqué de su afición a los toros: “Su parte estética es extraordinaria. En torno a ellos hay poesía, música, literatura, pintura. Creaciones magníficas del espíritu que no se consiguen con el fútbol o el basquetbol. Tienen un significado que expresa en forma primitiva la relación entre la vida y la muerte”.

Ya graduado, entró a estudiar Derecho en el Colegio Mayor del Rosario. Le tomó tres años darse cuenta de que no tenía ningún interés en ser abogado. Ya para entonces frecuentaba la casa de quien se convirtió en su mentor, don Nicolás Gómez Dávila, quien le recomendó seguir estudios humanísticos. Mario le prometió a don Francisco que iba a estudiar química para venir a manejar un laboratorio de su propiedad, y viajó en 1944 a estudiar a la Universidad de Columbia, en los Estados Unidos.

En unas vacaciones en Europa, viajando en bicicleta entre Inglaterra y Francia, se le ocurrió fundar una universidad que fuera, según cuenta Álvaro Castaño Castillo, “no una más, sino un plantel con núcleo humanístico, que rectifique las conocidas estructuras de la educación superior de nuestro país, que no dependa del Estado, donde se descarga toda responsabilidad, ni de la Iglesia, y que desde estas alturas de los Andes inicie un diálogo con todos los centros de la cultura universitaria de Occidente”.

Regresó entonces a Columbia y empezó a reunirse con sus antiguos condiscípulos del Gimnasio Moderno que estudiaban en la costa este de los Estados Unidos, y a venderles la idea de la nueva universidad. Ellos eran José María Chávez y Álvaro Ponce de León, en Columbia; Alfonso Benavides, Jorge Franco Holguín, Julio Ortega Samper y Bernardo Rueda Osorio, en Harvard; Mauricio Obregón, en MIT, y Francisco Pizano, José María de la Torre y Roberto Rodríguez, en Michigan.

Finalmente, en 1948, se gradúa –y para sorpresa de su padre– en matemáticas y artes liberales. Regresa a Colombia y el 16 de noviembre del mismo año funda la Universidad de los Andes, en compañía de tres grupos de personas: sus jóvenes compañeros soñadores, veteranos convencidos con dificultad y personajes que con su firma le daban credibilidad al acta de fundación, como Alfonso López Michelsen.

Fundada la Universidad de los Andes y puesta en marcha en 1949, continúa Mario con la actividad que nunca abandonó, y a la cual le dedicó todo el tiempo disponible entre los distintos proyectos que emprendió: escarbar entre el conocimiento, persiguiendo la verdad. Mario compartía el principio de que uno debe ser sujeto y no objeto de la historia. Su objetivo era indagar y descubrir para dónde va el mundo y tratar de acomodar nuestra sociedad dentro del proceso, haciéndolo con la vehemencia y la terquedad que dan la autoridad y el conocimiento.

En 1952 obtuvo un posgrado en Filosofía, en la Universidad de Princeton, y en 1963 el doctorado –cum laude– en Filosofía en la Universidad Libre de Berlín. La Universidad de Brandéis, de Estados Unidos, le otorgó el grado honoris causa en Leyes, en 1962.

Mario Laserna nunca se consideró un educador, a pesar de haber sido en dos oportunidades rector encargado de la Universidad de los Andes –de la cual él se consideraba “la llanta de repuesto”– y rector de la Universidad Nacional; tampoco se consideró un político, a pesar de haber sido concejal de Bogotá, miembro del Directorio Nacional Conservador y senador de la República –léase bien– por el M-19; ni diplomático de carrera, aunque fue embajador de Colombia ante los gobiernos de Francia y Austria; ni periodista después de haber dirigido el diario La República y la revista Semana y fundado y dirigido el vespertino El Mercurio. Mario Laserna fue mucho más que eso: fue un humanista.

Un día decidió irse a vivir al tradicional barrio La Candelaria, pues, según él, los que se iban a vivir al norte lo hacían para estar más cerca de Miami. Armado de una boina negra para combatir el frío de su barrio y de su casa colonial, se paseaba por las calles estrechas sin que sus vecinos se enteraran de que debajo de esa boina se escondía la cabeza brillante que cuestionaba a Kant, Hegel, Spengler y Toynbee, que un día fundó una universidad y donde los proyectos ocupaban más espacio que los recuerdos.

Su casual nacimiento en París, su educación primaria en Nueva York y secundaria en Bogotá y, finalmente, su educación superior en Bogotá, Nueva York, Princeton, Oxford, Heidelberg y Berlín le dieron a Laserna una formación humanística, una valiosa educación y una visión global del mundo, pero le negaron el único patrimonio que hasta los más pobres poseen y les permite identificarse y anclarse en la vida: una patria chica.

Entonces, dejando de lado la razón, se dejó guiar por el corazón y, con el dedo índice sobre el mapamundi, se dio el lujo de escoger su propia patria chica. Con su equipaje de inquietudes y recuerdos, regresó en 1999 “a los viejos sitios donde amó la vida”, el Tolima de su juventud. Y rodeado de tamarindos, mangos y cigarras, mirando el río Coello y a la sombra de la gran ceiba, en los viejos sitios donde la amó, dejó la vida.
Escrito por:

Willy Drews

Exdecano de Arquitectura y Diseño